Hermano

una novela o una carta o un cuento largo o lo que sea de José Luis Serrano (elputojacktwist)

viernes, 18 de marzo de 2011

Una novela para olvidarte



Una novela para olvidarte. Una novela que fracasa en este punto también por culpa del persistente brillo de tus ojos, del persistente olor de tu boca. Una novela para olvidar el “tic-tic-tac-tac” de aquel patio oscuro en Monywa tras el monzón. Para no verte todo el tiempo. Para no olerte cada minuto, para no sentirte en cada paso, para no ver tu sombra en cada esquina, para no sentir tu abrazo en cada abrazo, para no ver tu perfil en los dibujos que hago con el cuchillo sobre la margarina, para no ver tu oreja en el café, tu pierna en el cocido, tu mano en una lagartija, tu pelo en las últimas páginas de El Quijote, para no sentir tu cálido aliento a caramelo de fresa o cola cada vez que hago fotocopias. Para no ver la curva que describía tu cuello hacia el hombro en las piruetas de una equilibrista húngara en el Price, para no oír el “tic-tic-tac” en la caja registradora de un supermercado de Lavapiés, para no ver tu espalda en una grúa, para no oír tu voz en un anuncio del metro, para no ver el brillo de tus ojos en una pantalla de cuarenta y dos pulgadas, para no ver tus uñas en un toldo, ni tu nariz en una metralleta, para no sentir tu cálido abrazo ni la caricia de tus dedos sobre mis mejillas cada vez que voy al dentista o a hacerme una colonoscopia. (¡ay, si pudieran arrancarte de mí en una colonoscopia!). Para no ver los pelillos dorados de tus piernas (¡ay, los pelillos dorados de tus piernas!) en los reflejos anaranjados de los charcos mientras espero el autobús nocturno en Cibeles, para no olerte en cada madreselva, en cada jazmín, para no saberte en cada mordisco de cada comida de cada día, para no comerte en cada uva en cada Nochevieja, para no tener que rezar mil padrenuestros seguidos cada noche sin arrancarme el corazón por tanta pesadumbre, porque tu recuerdo me ahoga tanto tantas veces que ni la misma muerte podría arrebatármelo. Porque ¿quién me asegura a mí que no me pasaré la eternidad en algún desapacible cementerio oliendo el fresco aliento que salía de tu boca el primer día, delante de aquel local que servía té y pancakes con plátano, en Mandalay?