Hermano

una novela o una carta o un cuento largo o lo que sea de José Luis Serrano (elputojacktwist)

Capítulo primero




Pastores, los que fuerdes
allá por las majadas al otero:
si por ventura vierdes
aquel que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero.

San Juan de la Cruz


Es una historia conocida entre los matemáticos: siempre andamos preguntándonos por el motivo de la inexistencia del Premio Nobel de Matemáticas (pese a que la Medalla Fields o el premio Abel son igualmente prestigiosos). Y siempre acabamos respondiendo lo mismo: la esposa de Alfred Nobel se la estaba pegando con un matemático sueco de la época, Mittag-Leffler, que podría haber sido candidato al premio (compitiendo con otros dos monstruos: Hilbert y Poincaré) y a lo que, obviamente, el patrocinador se negaba en redondo. Todo esto es muy gracioso y tiene mucho éxito en las siempre paradójicamente divertidas reuniones de matemáticos si no fuera porque Alfred Nobel nunca se casó. Así que, si nunca se casó, difícilmente pudo su esposa haberle puesto los cuernos con ningún matemático por muy sueco que fuese, y eso que lo de los suecos y los cuernos es proverbial gracias a las películas de Bergman. La esposa de Alfred Nobel nunca existió. Bien es verdad que pudo haber habido alguna novia de Nobel que pudiera haber tenido alguna relación con Magnus Gustaf (Gösta) Mittag-Leffler, que así se llamaba el matemático. Y le diría «Gösta, mi amor», pero en sueco, en esas noches frías de Estocolmo que solo el que ha pasado una noche fría de Estocolmo puede imaginar. «Gösta, mi amor, te vas a quedar sin Nobel», le diría, pero en sueco. El caso es que Magnus Gustaf (Gösta) estaba casado con Signe Lindfors, una finlandesa podrida de dinero, que era la que sufragaba las excentricidades matemáticas de Gösta, convertidas en un periódico suponemos que de escaso éxito ya que necesitaba el patrocinio de la, seguramente, feísima e hirsuta potentada finlandesa. Hay motivos para pensar que no era la inexistente esposa de Alfred Nobel la causa de que los matemáticos nos hayamos visto obligados a optar a los Nobel de Economía (John Forbes Nash, ¡si los urinarios de alguna facultad americana hablaran!) o Literatura (José de Echegaray, uno de los pocos Nobel españoles de los que no conozco aficiones a ingerir líquidos o sólidos per angostam viam, lo que no quiere decir que no lo hiciera), ni tampoco la forrada finlandesa cónyuge de Gösta, sino que parece ser que hay una italiana, la tercera en discordia, una ardiente italiana de esas que siempre hay en las historias de enredo y que hacen perder los estribos a los honradísimos padres de familia nórdicos, y que en su caso le susurraría «Gösta, amore» en las heladas noches sin luna suecas.
Alfred Nobel no se casó, sin embargo inventó la dinamita y la llamó «Polvo de Seguridad para Explotar». Gracias a la patente de dicho invento y al aprovechamiento de los pozos petrolíferos de Bakú, Alfred Nobel se forró a su vez, probablemente más que la finlandesa, lo que facilitó la creación de los famosos premios que llevan su nombre. Yo siempre he pensado que eran los chinos los que habían inventado la dinamita, pero parece ser que lo que los chinos inventaron fue la pólvora y no debe de ser lo mismo. Ni me importa: a mí lo que me importa es la esposa de Nobel, la adúltera e inexistente esposa. Y la posible italiana, que seguramente viviría como una reina entre la fortuna de Alfred (soltero, sin hijos) y lo que en ella gastaría pretendidamente Gösta de lo que sisaba de la fortuna que su feísima esposa finlandesa le dejaba para imprimir incomprensibles teoremas que nadie leía.
El caso es que Gösta tenía una hermana, Anne Charlotte Edgren-Leffler, duquesa de Cajanello, una reconocida escritora sueca que había conseguido su título nobiliario casándose en segundas nupcias con un duque italiano y matemático, Pasquale del Pezzo. Italiano nacido en Berlín, para más inri, y profesor de geometría proyectiva además de afamado teórico de lo que se conoce como «superficie del Pezzo», en la que no me pienso sumergir por mucho que me apetezca.
Hay algo aún más raro en todo este asunto: el último libro de Anne Charlotte, a la que no sabemos si algún estímulo incestuoso obligaba a rodearse de matemáticos, es la biografía de su amiga Sofia Kovalevskaya, una importante matemática (¡sí, matemática!) rusa y que algunas veces aparece citada como Sophie Kowalevski, o Kowalevsky, y que al mudarse a Suecia decidió llamarse a sí misma Sonya, para más lío. Una mujer rusa estudiando matemáticas en la época no era una situación idílica, así que se casó de manera ficticia con un joven paleontólogo que se haría famoso poco después al colaborar con Charles Darwin: Vladimir Kovalevsky, que le daría el apellido a Sofia, o Sonya, y le arrebataría el precioso y crujiente apellido que ostentaba desde su nacimiento: Korvin-Krukovskaya. Ambos se marcharon de Rusia en 1867, exactamente cien años antes de que un servidor naciera. Ella tenía diecisiete años.
A los diecinueve tomó parte activa, sospechamos que con resultados satisfactorios, en los debates sobre la capacidad femenina para el pensamiento abstracto que se celebraban en los salones de George Eliot (que no se llamaba George, sino Mary Ann, y que por entonces se hallaba embarcada en la escritura del magnífico Middlemarch). Tuvo una hija con el paleontólogo, a la que por motivos que desconozco decidieron llamar Fufa, como si fueran a espantar un gato, y poco después le abandonó, lo que indujo al suicidio al pobre paleontólogo. Entonces conoció a Gösta y a su hermana. Nunca conoció a la esposa de Alfred Nobel, porque Nobel no estaba casado. Y probablemente nunca conoció a la supuesta italiana que compartía cama y noches heladas sin luna de Estocolmo con Alfred y Gösta, mientras les acariciaba el oído diciéndoles «Alfred, amore» o «Gösta, amore», aunque alguna vez probablemente se equivocara y llamara Alfred a Gösta y Gösta a Alfred, lo que haría sospechar al señor Nobel, que tampoco era tonto (no en vano había inventado la dinamita pese a que los chinos habían inventado la pólvora siglos antes, aunque no debe de ser lo mismo puesto que Alfred hizo con ello una fortuna) y que decidiría a la postre no instituir premio alguno para matemáticos que roban supuestas novias italianas. Sofia o Sonya murió de gripe a los cuarenta y un años después de un viaje a Génova. Lo que no es de extrañar si uno conoce la Génova actual.
George Eliot usaba un nombre de hombre para firmar sus novelas, imaginamos que para evitar ser juzgada como mujer y de paso para eludir las posibles indagaciones sobre su vida privada que habrían llevado a descubrir su relación de más de veinte años con George H. Lewes (también George, pero hombre biológico), periodista, filósofo y casado. Incluso vivían juntos, pues Lewes y su mujer eran una pareja abierta y tenían tres hijos en común, mientras que su esposa Agnes tenía más hijos con otros hombres a menudo. Sobre Middlemarch, dijo Virginia Woolf que era un «magnífico libro que, con todas sus imperfecciones, es una de las pocas novelas inglesas escritas para gente adulta», y también dijo, pero no sobre Middlemarch: «una mujer debe tener dinero y una habitación propia si va a escribir ficción». Lo que no explicitó es que en la habitación propia de las mujeres se podían hacer muchas cosas interesantes aparte de escribir ficción. El 28 de marzo de 1941, Woolf se puso su abrigo, llenó sus bolsillos con piedras y se lanzó al río Ouse cerca de su casa y se ahogó. Quizá recordaba a la Ofelia que pintó Millais, no en vano su madre había sido modelo de otro pintor prerrafaelista: Edward Burne-Jones.
Julia Prinsep Jackson, que así se llamaba la madre de Virginia Woolf, había nacido en la India y era una mujer bellísima, casi tanto como fea era su hija, aunque algunos y algunas no pensaban lo mismo (sobre la hija; sobre la madre había unanimidad). También había nacido en la India la exquisita fotógrafa Julia Margaret Cameron, que realizó inolvidables retratos de la madre de Virginia. Julia Margaret, la fotógrafa, descubrió su pasión por la fotografía casi a los cincuenta años, cuando su hija le regaló una cámara para que se entretuviera. Además, Virginia Woolf, que era su sobrina nieta por un complicado mecanismo en el que no me pienso enredar por mucho que me atraiga, reivindicó los logros fotográficos de su tía abuela, que había contado con el magisterio de dos de los mejores fotógrafos de la época: Oscar Rejlander (autor de la enorme y escandalosa Los dos caminos de la vida, una de cuyas copias perteneció a la mismísima reina Victoria pese a los múltiples desnudos, o quizá gracias a eso) y Lewis Carroll, aficionado a las matemáticas y a las niñas a partes iguales. Posteriormente se descubrió que el exquisito efecto de los retratos de la Cameron, un halo poético cuasi angelical, una mística ensoñación, un aire religioso que más que prerrafaelista era directamente rafaelista, los efectos nebulosos, arañazos, manchas y en definitiva, su pictoricismo (algo que situaba a la fotografía dentro del terreno del arte y que era una preocupación constante de los fotógrafos desde los inicios de la disciplina), no era más que inexperiencia, casualidad y, en definitiva, torpeza en la exposición y en el tratamiento de las placas.
Así pues tenemos a una señora que nunca existió, la esposa de Alfred Nobel; a una italiana que probablemente existió, aunque nunca lo sabremos; a un par de aburridas señoras nacidas en la India: una de ellas descubre por casualidad la fotografía cuando se encuentra cerca de la cincuentena y se convierte en una de las mejores retratistas de todos los tiempos, y otra pare por casualidad (o no) a la que sin duda es la mejor escritora de todos los tiempos. Tanto Julia Margaret Cameron como Virginia Woolf existieron de verdad, y si no existieron, al menos nos quedan los místicos retratos de una y las espléndidas novelas de la otra. Lo que no nos queda es el anillo de casada de la señora de Nobel, porque Nobel nunca se casó, ni siquiera ningún museo polvoriento de las afueras de Estocolmo conserva las sábanas sudadas, pese al frío de las noches de Estocolmo sobre todo si no hay luna, de la lúbrica italiana y sus amoríos compartidos.
Porque la realidad es esquiva, es esquiva incluso en el presente, que se va, que ya se ha ido. Porque los recuerdos se mezclan con las invenciones, los sueños con las visiones, los sentidos nos engañan y ya no sabemos si hemos visto, si hemos sentido o si hemos soñado. Ni siquiera son fiables los objetos, ni los textos, porque yo mismo podría hacer creer que he encontrado una carta de la señora de Nobel en la que contaría los escarceos amorosos homosexuales del afamado dinamitero y su correspondiente venganza a base de esforzadas y cariñosas tardes con el matemático más famoso de Suecia. Sin embargo, la señora de Nobel no existió, ya lo hemos visto. Así que casi mejor podría hacer creer que he encontrado una carta de la italiana lúbrica en la que aclara que su lecho era compartido efectivamente por el matemático y Alfred Nobel, pero no en distintas noches heladas de esas que solo puede haber en Suecia, sino en las mismas noches, y que, cuando hacía mucho frío y ella estaba cansada, ambos se entretenían el uno con el otro sin prestar atención a sus lascivos amore. O podría incluso hacer creer que he encontrado una carta en la que las dos señoras aburridas nacidas en la India, la madre de la escritora y la fotógrafa, compartían algo más que unas tardes en el estudio bajo esa mortecina luz ya famosa de los retratos de la Cameron, e incluso que tenían una red de pederastia de niñas que rotaban de retrato en retrato y de estudio en estudio entre Lewis Carroll, Rejlander y las dos señoras nacidas en Oriente. E incluso que la propia Virginia Woolf estuvo envuelta en esa red de pederastia y, a pesar de ser una niña feúcha, complacía a muchos señores y señoras de la época. O incluso podría hacer creer que he encontrado una carta en la que la reina Victoria se masturba en la soledad de su alcoba con la enorme copia de Los caminos de la vida y sus numerosos desnudos (habiendo elegido ella misma las dos sendas, la correcta por las mañanas y la incorrecta por las noches, como casi todo el mundo, por otra parte). Y es más: podría hacer creer que he encontrado una carta en la que el joven paleontólogo colaborador de Darwin se enamora perdidamente del biólogo de la evolución y se suicida al ver que no corresponde a su amor de joven paleontólogo ruso y casado de manera ficticia con una matemática rusa que le abandonaría, poco después del nacimiento de su hija con nombre para asustar gatos, por los amores sáficos de la escritora sueca hermana del matemático que se acostaba con el dinamitero, indiferentes ambos a las insinuaciones de la italiana, helada ya de frío a estas alturas, amores en los que la matemática rusa había sido introducida por esa mujer con nombre de hombre que había escrito Middlemarch.
Curiosamente, otra rusa también se casó a los diecisiete años: Helena von Hahn. Y lo hizo con Nikifor Vasílievich Blavatsky, vicegobernador de la provincia de Ereván, en Armenia, que por entonces tenía cuarenta años. Él le daría el apellido que la hizo famosa: Blavatski. Pronto escapó de las garras de Nikifor sin haber consumado su unión, al menos eso dijo ella, aunque uno pensaría que es imposible escaparse de las garras de un vicegobernador de Armenia, y más si se llamara Nikifor, y comenzó a viajar por numerosos países. A los veinte años, en Londres, conoció al que sería su maestro: Maestro de Morya. El caso es que en 1875 se produjeron dos acontecimientos muy importantes en la vida de la rusa: la fundación de la Sociedad Teosófica y la publicación de su brutal libro Isis sin velo, en el que la rusa denuncia los fallos de la teología cristiana y los errores de la ciencia oficial. El libro consta de dos volúmenes: uno sobre las ciencias y el otro sobre la religión. El segundo de los volúmenes denuncia la hipocresía de las religiones. El primero acusa a la ciencia de ser dogmática, tanto como la religión. La idea clave es que la ciencia se traiciona a sí misma cuando niega la existencia de lo espiritual sin pruebas. Lo que no dijo la Blavatsky es que lo espiritual aporta en general pocas pruebas sobre su existencia, al menos por el momento.
Justo ese mismo año nace en Inglaterra Edward Alexander (Aleister) Crowley, novelista, poeta, ensayista, alpinista y huérfano heredero de una enorme fortuna, casi tan grande como la de la mujer finlandesa del matemático sueco que compartía las lúbricas caricias de la supuesta italiana con el dinamitero altruista. Aleister decía que para practicar magia negra hay que «violar todo principio de la ciencia, decencia, e inteligencia y estar obsesionado con una idea demente de la importancia del mezquino objeto de tus detestables y egoístas deseos». Y sin embargo se le acusó muchas veces de hacerlo. El traductor al castellano de las obras de la Blavatsky, Mario Roso de Luna, «el mago rojo de Logrosán», astrónomo, periodista, escritor y teósofo español descubrió además el cometa que lleva su nombre.
Podría seguir así indefinidamente. Podría construir una novela (escribir no sería la palabra exacta), una novela falsa y vampírica, inconexa, que pretendiese homosexualizar la historia, por ejemplo, que además siempre es a su vez inconexa, silenciosa, incomprensible.
Una novela histérica y demente, desquiciada. Una novela conceptual que surgiese del fracaso en el intento por escribir una novela tradicional, una novela que manifestara una tendencia hacia la digresión, un recurso para distanciar al lector de la ficción y crear una sensación de juego, un recurso en este caso para distanciar al autor del doloroso recuerdo, de la no ficción, de la realidad.
Una novela para olvidarte. Una novela que fracasa en este punto también por culpa del persistente brillo de tus ojos, del persistente olor de tu boca. Una novela para olvidar el «tic-tic-tac-tac» de aquel patio oscuro en Monywa tras el monzón. Para no verte todo el tiempo. Para no olerte cada minuto, para no sentirte en cada paso, para no ver tu sombra en cada esquina, para no sentir tu abrazo en cada abrazo, para no ver tu perfil en los dibujos que hago con el cuchillo sobre la margarina, para no ver tu oreja en el café, tu pierna en el cocido, tu mano en una lagartija, tu pelo en las últimas páginas de El Quijote, para no sentir tu cálido aliento a caramelo de fresa o cola cada vez que hago fotocopias. Para no ver la curva que describía tu cuello hacia el hombro en las piruetas de una equilibrista húngara en el Price, para no oír el «tic-tic-tac» en la caja registradora de un supermercado de Lavapiés, para no ver tu espalda en una grúa, para no oír tu voz en un anuncio del metro, para no ver el brillo de tus ojos en una pantalla de cuarenta y dos pulgadas, para no ver tus uñas en un toldo, ni tu nariz en una metralleta, para no sentir tu cálido abrazo ni la caricia de tus dedos sobre mis mejillas cada vez que voy al dentista o a hacerme una colonoscopia (¡ay, si pudieran arrancarte de mí en una colonoscopia!). Para no ver los pelillos dorados de tus piernas (¡ay, los pelillos dorados de tus piernas!) en los reflejos anaranjados de los charcos mientras espero el autobús nocturno en Cibeles, para no olerte en cada madreselva, en cada jazmín, para no saberte en cada mordisco de cada comida de cada día, para no comerte en cada uva en cada Nochevieja, para no tener que rezar mil padrenuestros seguidos cada noche sin arrancarme el corazón por tanta pesadumbre, porque tu recuerdo me ahoga tanto tantas veces que ni la misma muerte podría arrebatármelo. Porque ¿quién me asegura a mí que no me pasaré la eternidad en algún desapacible cementerio oliendo el fresco aliento que salía de tu boca el primer día, delante de aquel local que servía té y pancakes con plátano en Mandalay?